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martes, 20 de marzo de 2018

LA CIUDAD

LA CIUDAD
Aceleró el paso, iba casi corriendo con el brazo levantado esquivando con pequeños saltos las irregularidades en el asfalto de su humilde barrio.
Lo consiguió. Quizás por lástima, pero el autobús se detuvo unos metros antes de la parada para que la señora, sus bolsas y todos sus años se subieran al colectivo.
Ya cerca del cobrador, en perfecto equilibrio con el movimiento entrecortado del bus pudo buscar en su bolsa las monedas y pagó.  Rápidamente buscó un asiento,pena, la hilera de asientos con sombra estaba  totalmente ocupada. No le quedó más remedio que sentarse al lado de la ventana. 
Se sentó bruscamente pues justo cuando iba a pedir permiso al desconocido afortunado del asiento con sombra, el autobús aceleró sin suavidad alguna. 
Se acomodó y acomodó sus bolsas como pudo en aquella silla de plástico recalentada por el intenso sol del mediodía.  
Miraba a través del cristal polvoriento una ciudad que ya no era la suya que poco tenía que ver con la ciudad de su infancia. Una ciudad que le había sido arrebatada sin previo aviso, a ella y a todos. Y les había dejado un hueco enorme en los corazones de todos los ciudadanos y habitantes de aquellas desconocidas calles.
Una ciudad que había sido arrancada por una mano cruel y por un verdugo sin piedad que actuó en las sombras, a escondidas, sólo por el mero placer de sentirse dueño de la destrucción y que dejaba a la ciudad en aquel panorama desolador que ella contemplaba. 
No se sabe con exactitud cuándo ocurrió tal extirpación, ya poco importaba, el daño estaba hecho y por lo que se podía contemplar, poco o ningún remedio tenía la situación.
Miraba lacónica unas calles mal asfaltadas, ríos de basura, casas electrocutadas, árboles degollados, niños descalzos haciendo malabares, putas y hombres vendiendo su humanidad a cambio de piedras que fumar. Este espectáculo se le presentaba al ciudadano bajo una cortina de tupido humo de coches y más coches, muchos coches. 
Una ciudad de putas, ladrones y drogados. Pensó. No le conmovió la dureza del pensamiento pues desde hace años esa realidad le habría enfriado y cegado el corazón. Un proceso de desapego al que se vio obligado para no sufrir, para no llorar.
El camino era largo y monótono por lo que le permitía reflexionar sin que ningún percance le sobresaltara, además, los rayos del sol quemaban tanto su rostro que al cabo de treinta minutos el efecto del calor en el cuerpo y el clima dentro del autobús la anestesiaban.
No, no era la pobreza la culpable de esta desalmada situación. Tal pensamiento la sorprendió y le llevó de la mano hasta los recuerdos de su infancia. Todos o la inmensa mayoría de sus vecinos eran pobres pero mantenían la dignidad, la belleza y la pulcritud en sus hogares. La belleza de las cosas cuidadas. Frase que escuchó decir a su madre cada sábado por la mañana, día oficial de los quehaceres domésticos más pesados.
Lo que ahora veía nada tenía que ver con pobreza, quizás otro tipo de pobreza…
 ¿Alguien puede ayudar a este humilde vendedor con un pasaje?.
Ella lo escuchó. No miró.
¿alguien, por favor, que pueda ayudar a este pobre trabajador con un pasaje?. Dios se lo dará en doble.
Ella continuaba clavada en su asiento pero la palabra Dios incomodó y tocó el corazón a más de uno. Y así, ese pobre hombre pasó y comenzó su discurso.
Pedía perdón por interrumpir el silencio de los viajeros, expuso todas sus penas, dolores y dificultades. Ella sintió como el ambiente iba sobrecargándose, no sabía exactamente de qué, pero sintió como si algo se le hubiera posado en los hombros, la conciencia tal vez, no lo sabía con certeza.
Oyó sin escuchar todas esas palabras, vacías, repetidas de memoria, desconectadas. Y le pareció, que aunque hablaran de amor, nunca esas palabras nacieron o ni tan siquiera rozaron ese órgano tan vital. Parecía más bien, el vómito provocado por alguna vida en mal estado.
No importaba como fuera creado el discurso. El objetivo se vio cumplido. Vendió varios llaveros linternas, bendijo a todos y bajó del autobús.
Se amoldó de nuevo al asiento pues su delgado compañero de viaje ya se había bajado y otro, un poco más robusto había ocupado su lugar. Incomodada sentía el roce involuntario del cuerpo de su nuevo vecino.
Su parada. Se adelantó a la puerta torpemente y hasta agradeció la brisa caliente que le acariciaba el rostro una vez en la calle.
Miró por precaución antes de abrir la puerta de casa. Entró, cerro y dejó caer las bolsas. Organizó un poco la casa, habló con su periquito que saltaba y gritaba como muestra de felicidad ante su llegada.
Preparó el almuerzo y bebió la última agua que le quedaba en la garrafa y se apresuró a pedir otra por teléfono.
Cada vez le costaba más salir de casa y cada vez que lo hacía sentía un deseo enorme de volver.
Allí, en su humilde hogar construido con mucho sudor y también con la alegría del esfuerzo, pues no fue fácil desde que con quince años su madre le dijo que debía empezar a ayudar con las despensas de la familia.
Número 74, en la vivida casa familiar era donde se sentía identificada. Esos ladrillos con techo de teja eran su norte, su bienestar, su restaurante favorito, su parque alegre, su descanso merecido.
En esas cuatro paredes estaban guardados la mayoría de sus recuerdos. Fue aquí donde había forjado su personalidad.
De esta casa sentía dueña pues la había construido junto con su familia,  además de levantarla, ella fue la responsable de mantenerla y cuidarla cuando todos se fueron marchando, poco a poco. 
En su casa hacía todo lo que la ciudad le había ido prohibiendo. 
Miró por la ventana y pensó si aquel mendigo que dormía todos los días bajo la sombra del mismo árbol habría sentido alguna vez aquel sentimiento que de vez en cuando a ella le asolaba el corazón.