Se escondía entre los disfraces de los jóvenes y participaba de la fantasía de ser héroe de tierras todavía no conquistadas.
Se posaba, por sorpresa, en la risa adolescente. Inmortalizada, ella y la sonrisa, en el lugar más pintoresco y gracioso del parque.
Surcaba, junto las palomas, la fuente decorativa sin agua y perseguía rauda a los diminutos pedales que exploraban las trincheras de aquella zona, por el sol castigada.
Se revivía en los besos frugales de los enamorados, refugiados éstos, en la promesa eterna de un amor de verano.
Y finalmente regresaban apresadas a casa cuando la niña retomaba el vaivén, el vaivén de las letras escritas los domingos en las plazas.
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